lunes, 12 de noviembre de 2012

Quien preside no gobierna

E. Gallo, O. Cornblit, A. Ribas, A. A. Chafuen, F. Korn, J. C. Cachanosky, A. M. Irigin, A. Benegas Lynch (h), R. B. Fernandez, L. H. White M. Mora y Araujo, J. Labanca; Liberalismo y Sociedad. Ensayos en honor del profesor Dr. Alberto Benegas Lynch; Buenos Aires, Ediciones Macchi,1984.

1. Sobre la noción de gobierno

    ¿Qué es gobernar? ¿Quién gobierna de acuerdo al texto de la Constitución argentina? Creo que existe consenso en la doctrina constitucional argentina en torno a estas preguntas. A ellas se contesta de este modo:

"la función. . . primera en importancia dentro del poder estatal es la que en forma preponderante cumple el órgano del estado que, en sentido restringido, se denomina gobierno; o sea el poder ejecutivo o el poder administrador".[1"… Se suele hablar así de una actividad típicamente política, de gobierno en su acepción más afinada que se ejerce en forma libre, incondicionada en un plano inmediato al de la Constitución, sin más sujeción que a las pautas de ésta y, generalmente sin contralor judicial... "[2] "… se ha procurado centrar en el Presidente de la República el núcleo de esa actividad política, gubernativa y administrativa. Diríamos que lo que queda de estas actividades a los otros órganos estatales es un remanente". [3]

    Gobernar es, pues, una actividad típicamente política, ejercida en forma libre, sólo condicionada a la Constitución, llevada a cabo fundamentalmente por el Presidente y sólo residualmente por los otros órganos constitucionales. El ejecutivo gobierna antes (o más) que cualquier otro órgano constitucional, en particular, que el Congreso. Este trabajo desafía esa conclusión.

2. Dos fundamentos de la tesis prevaleciente

    La doctrina constitucional no llega sin tortura lógica a la conclusión apuntada. El hilo argumental que transita es reconstruible del siguiente modo: se sostiene que el poder es uno e indivisible; que por tanto no puede dividirse y entregarse fraccionado a los distintos órganos constitucionales; que en rigor las distintas competencias de estos no reflejan una división del poder (uno por definición) sino que expresan funciones diversas del poder único. [4] El análisis se centra, entonces, alrededor de la noción de función y se dice (en la versión más simplificada) que al Congreso corresponde la función de legislar, al       Ejecutivo la ejecución de la ley y al Judicial su aplicación. [5] Pero de esta secuencia ¿cómo se justifica la conclusión de que es el Ejecutivo quien gobierna y que, en el gobierno, los toros órganos tienen una participación  remanente? En rigor lógico, de la secuencia argumental anterior ninguna respuesta puede seguirse respecto de qué se gobierno y qué órgano sea gobernante.

    Esta línea argumental es una vía muerta en orden a la definición de gobierno y a la individualización del órgano gobernante en razón de la noción de función a la que invariablemente se desliza. La noción de función no es un instrumento idóneo para el análisis jurídico. A ella escapa la noción de potestad, de derecho o de deber, que son los elementos básicos para describir jurídicamente una situación dada o para explicar la ley misma. Y gobernar, en tanto noción jurídica, sólo puede ser explicada en esos términos y sólo en ellos.

   La noción de función agota su virtualidad en la descripción de una actividad pero no es apta para señalar de qué poder es expresión esa actividad y qué fin persigue o debe perseguir. Se detiene en el modo de ejercicio de poder; en el cómo manifestarse hacia otros. [6]

    Otro distinto modo de razonar parte de la comprobación que la Constitución llama "gobierno" a los tres órganos previstos por ella. SI todos son "gobierno", la actividad de cualquiera de ellos debería ser considerada "gobernar" e inversamente gobernar sería lo que cualquiera de estos órganos hace. [7]  Pero, sobre las diferencias de cada función existiría un quid que se daría por igual en cada una de ellas. Ese quid consistiría en la formulación expresión o realización de la voluntad del Estado a través de la actividad de cada órgano.

   Pero esta fórmula prueba demasiado. Según ella sería "gobierno" 0 actividad de gobierno, tanto el arresto de un delincuente corno una sentencia declarando inconstitucional una ley, tanto la fijación de precios máximos como la apertura de pozos de petróleo, tanto la declaración de estado de sitio como la construcción de una escuela pública. Todo sería gobierno, con tal que se tratara de un acto o de un hecho dictado, ejecutado o atribuible a funcionario, miembro o dependiente de uno de los tres poderes de la Nación.

  Especialmente, para ser consecuente con el concepto según el cual todos y cada uno de los órganos son gobierno, no se advierte cómo esta línea de razonamiento puede, sin reproche lógico, alcanzar la conclusión que anotamos al principio según la cual es el Ejecutivo quien gobierna antes que cualquiera de los otros órganos a los cuales les resta, como "remanente", un fragmento marginal del gobernar.

3. Por una reconsideración de la noción de gobernar

    Estos laberintos lógicos y saltos conclusivos [8] invitan a ensayar, ex novo, una averiguación de qué se entiende por gobernar y a quién o quiénes se atribuyan las potestades de gobierno en la Constitución de 1853.

    Antes de seguir adelante conviene hacer presente que lo que aquí se ensaya es, antes que nada, una investigación sobre el sentido y el alcance de la ley constitucional. Pero tal investigación tiene necesariamente que discurrir en términos de poderes o potestades, derechos o facultades y deberes u obligaciones porque son esas categorías y nociones las que explican y agotan el significado de la ley. Sin ellas una investigación sobre la ley nunca alcanzará el nivel de una averiguación estrictamente jurídica; podrá ser sociológica, política o histórica, pero no será legal.

    Por lo mismo, es forzoso aceptar que, jurídicamente hablando, gobierno y gobernar habrán de ser una potestad, o una facultad; o no son nada desde el punto de vista legal. Pero esta última hipótesis debe ser descartada, esto es, que por la palabra gobierno la ley constitucional no designe un concepto jurídico concreto cuyo esencial contenido se resuelva o consista en una "potestad".

    Lo anterior justifica que el método que se siga de aquí en más consista en: (i) averiguar con qué potestades, facultades o atribuciones inviste la Constitución a las "autoridades de la Nación"; [9] (ii) establecer cuál o cuáles de esas potestades puede ser considerada como "gobierno"; y (iil) identificar a qué órgano la Constitución atribuye la facultad de gobernar.

 

4. Los poderes conferidos al Congreso son poderes de gobierno

   En principio, los poderes explícitos creados por la Constitución a favor del Gobierno Federal están enumerados en tres artículos: el 67, el 86 y el 100. La técnica es obvia: se instituyen los poderes al mismo tiempo que se los distribuye entre los órganos que constituyen el Gobierno Federal. El 67 lista los poderes atribuidos al Congreso; el 86, las atribuciones del Presidente. El 100, la competencia de la Justicia Federal.

   Detengámonos en el art. 67; el de los poderes del Congreso. Algún orden es perceptible en la enumeración que hacen sus 28 incisos. Primero se listan los poderes fiscales y económicos (incs. 1, 2, 3, 4, S, 6, 7 y 10); después los poderes normativos sobre el comercio y la navegación (incs. 9, 12); siguen las potestades vinculadas a las relaciones exteriores (arts. 14, 15 ·y 19) y se concluye con la enumeración de poderes militares (incs. 21, 22, 23, 24, 25) y de excepción para el caso de conmoción interior (inc. 26). En medio del extenso listado se inserta la llamada cláusula del progreso: el poder de "proveer lo conducente a la prosperidad del país... " (inc. 16).

   Que cada uno de estos preceptos contenga una potestad o poder es cuestión que no puede despertar dudas porque el propio artículo 67 (inc. 28) concluye diciendo que corresponde al Congreso "hacer todas las leyes y reglamentos que sean convenientes para poner en ejercicio los poderes antecedentes... " es decir, los enumerados en los incisos 1 a 27.

    Si se repasa con atención cada una de estas potestades se advierte que la Constitución no define, para cada potestad, un fin que la limite. Así, se prescribe que corresponde al Congreso "autorizar al Poder Ejecutivo para declarar la guerra", es decir, cualquier guerra, y no una precisa con una categoría precisa de enemigos; o "establecer los derechos de importación" pero no se aclara si el propósito del impuesto será allegar fondos al erario o proteger las industrias locales. Del mismo modo, se encomienda "reglar el comercio marítimo y terrestre con las naciones extranjeras y de las provincias entre sí", pero no se indica qué principios han de guiar esa regulación. Hay, sí, un propósito general, "proveer lo conducente a la prosperidad del país, al adelanto y bienestar de todas las provincias, y al progreso de la ilustración... (inc. 16, art. 67)" pero está ausente, con referencia a cada concreta potestad, un fin que la perfile y que la oriente. Pero es de la esencia de todo poder (como de todo derecho) que su ejercicio persiga un fin concreto y puntual. Siendo ello así, y no estando definido por la Constitución el fin de cada potestad, debe seguirse que ello importa dejar en manos del congreso la determinación de los fines que perseguirá, ver por vez, el ejercicio de cada una de sus potestades. En la Constitución, el fin de cada potestad del Congreso está indeterminado; su determinación se entrega a su mismo titular. Y la determinación, ¿qué otro límite puede tener sino la propia Constitución? El Congreso es libre en la determinación de los fines de sus propias potestades.

   Los poderes del Congreso tienen, además, la particularidad de (i) que su ejercicio siempre innova respecto del ordenamiento jurídico (mientras que el movimiento de las atribuciones del Ejecutivo hacen valer, realizan, conservan o tutelan condiciones jurídicas preexistentes) y (ii) tienen una indeterminada virtualidad de sujeción: pueden obligar a cualquier persona, privada o pública, incluido el propio Estado. El Ejecutivo, en cambio, sólo ejerce poderes respecto de personas cuya sujeción a los mismos fue establecida de antemano por el ejercicio de un poder del Congreso.

    Estos tres caracteres, a saber, determinación de fines, innovación del orden jurídico y posibilidad de sujeción universal, definen el gobierno. Gobernar es establecer los fines perseguidos periódicamente por la organización estatal por medio de órdenes (resultado del ejercicio de los poderes) vinculantes para cualquier persona pública o privada. Gobernar es el poder de identificar, jerarquizar Y coordinar fines públicos no preestablecidos por el ordenamiento jurídico, esto es, libremente determinables, dentro de los límites constitucionales.

   Estos poderes (que de ahora en más llamaremos poderes de gobierno) se expresan o se ejercen bajo forma o modo de ley (art. inc. 28, art. 67). Pero que la ley sea el modo de expresión usualmente utilizado por el Congreso no implica que sea el único por el cual los poderes ejercidos por ese órgano puedan manifestarse. El inc. 28, Citado dice que, también por reglamento, pueden "ponerse en ejercicio" los poderes enumerados por el artículo 67 "y todos los otros concedidos por la presente Constitución al Gobierno de la 'Nación Argentina'".

   Es claro que estos poderes de gobierno están conferidos al Congreso. [10] y no puede sostenerse que, dado que su modo de ejercicio es la ley, esos poderes sean actuados por el Congreso junto con el Presidente debido a que éste "participa de la formación de las leyes con arreglo a la Constitución, las sanciona y las promulga" (art. 86, inc. 4).

   Si la ley es el modo usual de actuación del Congreso, y si el Presidente tuviera en la emisión de la ley un papel tal que lo convirtiera en colegislador, no sería aventurado sostener que él tiene si no igual, al menos una necesaria injerencia jurídica en la determinación del gobierno y de la política nacional y, por tanto, que es coautor y corresponsable de ella. [11]

   Pero el hecho es que ni el poder de iniciativa, ni la facultad de veto y de sanción y promulgación alcanzan a elevarlo a la condición de colegislador junto al Congreso. No el poder de iniciativa, porque éste se resuelve en un puro presentar, sin siquiera obligar a las Cámaras a la deliberación sobre el proyecto presentado; y no, tampoco, la facultad de sanción y promulgación, pues su ejercicio por el Ejecutivo frente al proyecto aprobado por el Congreso (que parecería ser un requisito sine qua non de eficacia de la ley) queda allanado por la aprobación tácita del Poder Ejecutivo de "todo proyecto no devuelto en el término de diez días útiles" (art. 70) que, entonces, obliga y no faculta a la promulgación.

    Tampoco el veto convierte al Presidente en colegislador. Ciertamente, "desechado en todo o en parte un proyecto por el Poder Ejecutivo... " (art. 72) no se convierte en ley sino que "vuelve con sus objeciones a la Cámara de su origen ... " (ibídem, cit.). Pero si la Cámara de origen y la revisora lo sancionan por mayoría de dos tercios de votos en cada una, entonces, "el proyecto es ley y pasa al Poder Ejecutivo para su promulgación" (art. 72, cit.) sin posibilitar la oposición de éste. La voluntad del Congreso prevalece sobre la del Presidente lo que demuestra que, in extremis, no se precisa la concurrencia de la voluntad del Ejecutivo para la formación de ley válida. La ley se revela así como la voluntad del Congreso, no del Presidente, cuya injerencia jurídica no es necesaria para la validez y sanción de la norma.

   Y es por ello que en la sanción de las leyes se usará de esta fórmula: "El Senado y Cámara de Diputados de la Nación Argentina reunidos en Congreso, etc., decretan o sancionan con fuerza de ley" (art. 73), indicándose de ese modo que la ley enteramente es atribuida al cuerpo legislativo, no al Presidente.

5. Las atribuciones del Poder Ejecutivo

   Definidos los poderes del Congreso como poderes de gobierno (no por ser del Congreso, sino por ser poderes que implican la libre determinación de los fines públicos) cabría preguntarse si las atribuciones conferidas al Ejecutivo por la Constitución no tienen la misma característica o naturaleza. A fines de este análisis pueden agruparse las atribuciones otorgadas al Poder Ejecutivo en cuatro sectores, a saber, atribuciones militares, relativas a la política exterior, a la administración del país y a las relaciones con otros órganos constitucionales.

    Respecto de las primeras el inc. 15 del art. 86 hace del Presidente "el Comandante en Jefe de todas las fuerzas de mar, (aire) y tierra de la Nación". Tal vez nuestro gusto por la resonancia de los títulos nos haya hecho olvidar las facultades del Congreso respecto de las Fuerzas Armadas de la Nación. Porque es el Congreso -y no el Comandante el Jefe de las Fuerzas- a quien corresponde "fijar la fuerza de línea. . . en tiempo de paz y de guerra" así como dictar "reglamentos y ordenanzas para el gobierno de dichos ejércitos" (art. 67, inc. 23) cuyos oficiales superiores son designados con acuerdo del Senado (art. 86, inc. 16), excepto en el campo de batalla. El Comandante en Jefe (el Presidente) no puede definir al enemigo ni ordenar a las fuerzas (cuyo número no establece y cuyos oficiales superiores no designa sin el concurso del Senado) la agresión contra él pues todo ello requiere la previa declaración de guerra, que es del resorte del Congreso (art. 67, inc. 21 y 86, inc. 18), como también la orden de salida de las fuerzas nacionales del territorio argentino (art. 67, inc. 25). En definitiva, el Presidente dispone de las fuerzas militares (art. 86, inc. 17) en el sentido que las manda en batalla y las organiza y distribuye en el territorio en tiempo de paz (ibídem) pero dentro de los límites y bajo los reglamentos de gobierno dictados por el Congreso.

    Es forzoso concluir, de este modo, que la política militar de la Nación está en manos del Congreso porque es él quien establece el número d e 1a tropa, el modo de su gobierno, el tiempo y el lugar de la salida de las fuerzas, la definición del enemigo la autorización de su agresión y el cese de las hostilidades. El Senado concurre a designar los oficiales superiores. Fuera de todo esto es cierto que el Presidente es el Comandante en Jefe de las fuerzas. De donde se sigue algo decisivo: los fines de la actividad militar del Estado sólo resultan de los poderes del Congreso. Es él quien, en esta materia gobierna.

    Algo similar ocurre en punto a las relaciones exteriores. El Presidente representa al Gobierno Federal frente a otros Estados (art. 86, inc. 1); por ello recibe los ministros de éstos y admite sus Cónsules (art. 86, inc. 14); pero nombra y remueve a los ministros plenipotenciarios y encargados de negocios, con acuerdo del Senado (art. 86, inc. 10) y si concluye y firma tratados con las potencias extranjeras (art. 86, inc. 14) corresponde al Congreso "aprobar o desechar los tratados concluidos (por el Presidente) con las demás naciones y los concordatos con la Silla Apostólica (art. 67, inc. 19), reglar el comercio marítimo y terrestre con las naciones extranjeras ( art. 67, inc. 12), legislar sobre importación de capitales ( art. 67, inc. 6) y deuda externa (inc. 5) y arreglar definitivamente los limites del territorio de la Nación (inc. 14)."

    El Presidente cumple actividades representativas (recibir y enviar ministros) pero no vinculantes para la Nación. Estas son del resorte del Congreso (aprobar tratados, legislar sobre capitales, proveer a la defensa de las fronteras, hacer la paz). El poder de obligar a la Nación frente a otros Estados corresponde al Congreso. Y también en esta materia, al ejercer o no ejercer los poderes conferidos, el Congreso va fijando los fines del Estado argentino en sus relaciones con otras naciones. Nada de esto puede decirse de las atribuciones del Poder Ejecutivo.

    Por último, el Presidente "tiene a su cargo la administración general del país" (art. 86, inc. 1º) y expide las instrucciones y reglamentos que sean necesarios para la ejecución de las leyes de la Nación (inc. 2). Hay consenso en la doctrina sobre el carácter dependiente y subordinado a la ley (es decir, al Congreso) de la actividad administrativa o sea, en el caso, del Presidente; es un poder que se ejerce en un plano secundario, de segundo grado y, por tanto, distinto al de los poderes (del Congreso) que tienen por finalidad definir los fines públicos. Son poderes no-gubernativos, si se permite esta expresión.

6. Las atribuciones del Ejecutivo referidas al funcionamiento constitucional y a la representación del Estado

    Como se ha visto, en materia militar, de administración y de relaciones exteriores, el Presidente está sujeto al Congreso. Su libertad (sus poderes) termina donde tiene que proponer fines y donde debe emitir órdenes (normas) que impliquen un cambio (innovación) respecto de la ley existente.

    Un ámbito distinto para la actividad del Presidente está dado por las atribuciones que lo habilitan para (i) presentar proyectos de ley a la consideración del Congreso (art. 68), "hacer anualmente la apertura de las sesiones del Congreso… dando cuenta en esa ocasión del estado de la Nación, de las reformas prometidas por la Constitución y recomendando a su consideración las medidas que juzgue necesarias y convenientes" (art. 86, inc. 11); (ii) "prorrogar las sesiones ordinarias del Congreso, o convocarlo a extraordinarias" (art. 86, inc. 12) y (iii) declarar el estado de sitio por sí, cuando el Congreso está en receso (art. 86, inc. 19) o llenar, en las mismas circunstancias, las vacantes de los empleos que requieran el acuerdo del Senado (art. 86, inc. 22).

   Con estas facultades, se cumple una actividad que hace al funcionamiento de los órganos constitucionales; se provee a su operatividad, a su puesta en marcha y a la continuidad de sus actividades durante su receso. En este último aspecto, es particularmente relevante la potestad de declarar el estado de sitio.

    En ninguno de estos casos es dable identificar aquella determinación de fines públicos, con capacidad vinculante, que caracteriza a los poderes de gobierno en sentido estricto. Sin embargo, en esta materia, el Ejecutivo no se mueve en dependencia del Congreso; no actúa en un plano de segundo grado, subordinado a los otros poderes. De algún modo, la naturaleza de estas atribuciones es similar a aquéllas por las cuales recibe representantes extranjeros Y suscribe tratados aprobados o a ser ratificados por el Congreso.

    El hecho que se atribuya al Presidente la unidad de la representación frente al exterior y se le encomiende colaborar en poner o mantener en movimiento y coordinar los demás órganos constitucionales adoptando, además, medidas propias del Congreso durante su receso, revela que la Constitución ha querido ver en el Presidente, antes que un sujeto de potestades de gobierno, un órgano constitucional que exprese formalmente v coopere en la realización de la unidad del Estado.

   Las atribuciones de representación nacional en las relaciones exteriores, de puesta en marcha de los órganos constitucionales de asunción de responsabilidades de otros órganos durante el receso de éstos, son exclusivas del Presidente; no son compartidas con otro órgano ni su ejercicio se subordina a autorizaciones o ratificaciones. Su finalidad consiste en asegurar la unidad formal y sustancial del Estado pero nada tiene que ver con el "gobierno" como tal. Estas atribuciones caracterizan al Presidente más que cualesquiera otras en el texto constitucional y perfilan su figura como Jefe del Estado. Éste carácter es el que descubre y define de manera nítida la Constitución cuando señala que el Presidente es el "Jefe Supremo de la Nación" (art. 86, inc. 1º).

   Esta posición contrasta con el carácter periférico del Presidente en materia de gobierno propiamente dicho. El Presidente es el único órgano constitucional con funciones de Jefe de Estado. Con nadie comparte esa posición. El preside pero no gobierna.

   Y, por todo lo anterior,

i)  el Presidente carece de potestades de gobierno;

ii) sus atribuciones lo colocan en un plano dependiente y secundan o respecto del nivel de gobierno en el que se mueven las facultades del Congreso; y

iii) las atribuciones que se vinculan con el funcionamiento del Congreso y de los tribunales federales (apertura de Cámaras, prórroga o convocatoria de sesiones, nombramiento de jueces y funcionarios durante el receso del Senado y veto legislativo), con el ejercicio de potestades legislativas durante el receso del Congreso (estado de sitio) y con la representación del Estado frente a otros Estados (recepción de ministros, suscripción de tratados) caracterizan al Presidente como Jefe del Estado, calidad que expresamente le atribuye la Constitución (art. 86, inc.1º).

7. El antecedente del presidente no gobernante: la constitución norteamericana

   Comprender por qué nuestra Constitución termina en un Ejecutivo que preside pero no gobierna exige recordar que en este punto, como en tantos otros, la Constitución argentina siguió las líneas del texto norteamericano. Este, a su vez, respondió a circunstancias particulares que rodearon y determinaron el pensamiento de los redactores de la Constitución norteamericana.

   Desde la Inglaterra isabelina se fue consolidando la práctica de que un grupo restringido de miembros del Consejo Privado de la Corona (Privy Council) se reuniese en el "Gabinete de Trabajo" del monarca para decidir con él los asuntos más importantes y delicados. Este Comité, mal visto en sus inicios por el Parlamento, terminó por transformarse en el curso del siglo XVIII en un conjunto de ministros que debían gozar más de la confianza de la Cámara de los Comunes que de la del Rey. En la segunda mitad de aquel siglo el ministerio ya ejercía funciones de gobierno y con esas atribuciones había devenido órgano constitucional, aunque su reconocimiento explícito como tal debió esperar siglo y medio más hasta la sanción del "Ministers of the Crown Act" de 1937. Hacia finales del siglo XVIII el gobierno de la Constitución británica era el Parlamento y el Jefe del Gobierno era el Primer Ministro. El Rey era el Jefe del Estado. [12]

    Esta evolución no fue perceptible para los hombres que redactaban y discutían la Constitución americana en 1776 debido, posiblemente, tanto a las fuentes interpretativas que manejaban sobre la Constitución británica como a su propia experiencia. Respecto de lo primero, no hay que olvidar que, cualquiera fueran las disatisfacciones que en ellos ejerciera Montesquieu, no pudieron desembarazarse de su confesada influencia. En este sentido lo que escribe Madison en El. Federalista Nº 47 es definitivo. Y Montesquieu, refiriéndose a la Constitución inglesa (que conoce casi medio siglo antes que se sancione la Constitución americana), dice que "la puissance exécutrice doit être entre les mains d'un monarque, parce que cette partie du gouvernement, qui a presque toujours besoin d'une action momentanée, est mieux administrée par un que par plusieurs...". [13]

    Con relación a la experiencia que los constituyentes americanos tuvieron de la Constitución de Inglaterra, no parece equivocado Bagehot cuando escribe que "living across the Atlantic, and misled by accepted doctrines, the principal executive of the British Constitution, and the acute framers of the Federal Constitution, even after the keenest attention, did not perceive the Prime Minister to be the principal executive of the British Constitucition, and the soverign a cog in the mechanism. There is, indeed, much excuse for the American legislators in the history of that time. They took their idea of our Constitution from the time when they encountered it. But in the so-called Government of Lord North, George III was the Government. Lord North was not only his appointee, but his agent. The Minister carried on a war which he disapproved and hated, because it was a war which his sovereign approved and liked. Inevitably, therefore, the American Convention believed the King, from whom they suffered, to be the real executive, and not the Minister from whom they have not suffered".

[14]

    Ambas razones -la influencia de las fuentes (Montesquieu), las circunstancias históricas inmediatas- hacen plausible la conclusión de Bagehot: "los agudos redactores de la Constitución Federal no percibieron que el Primer Ministro era el principal ejecutivo de la Constitución Británica... " en tanto que el Rey conservaba las prerrogativas de Jefe de Estado. No advirtieron, en suma, que el Parlamento era el gobierno y que de él se desprendía un órgano (el Ministerio y su leader) que era quien proponía, impulsaba y conducía las medidas (políticas) de gobierno.

    A este azar histórico e interpretativo deben atribuirse dos consecuencias de la mayor trascendencia. La primera es que el Ejecutivo americano tiene por perfil y contenido el que corresponde a un Jefe del Estado pero carece de potestades de gobierno que se dejan en manos del Parlamento. La segunda, no menos trascendental, es que no existe en ese marco constitucional la función de Jefe de Gobierno, como atribución de un órgano distinto del Ejecutivo y del Congreso. Hay un vacío: el Ejecutivo tiene funciones de Jefe de Estado; el Gobierno es responsabilidad del Congreso. Pero ¿quién propone, impulsa, orienta y conduce el gobierno mismo?

     La indefinición de una función que concentrara en sí la impulsión, orientación y ejecución del gobierno asignado al Congreso [15]  explica una historia de las relaciones entre los poderes americanos no privada de turbulencias, derivadas de la natural tendencia del Ejecutivo a desplazarse sobre el campo de la función a nadie atribuida, que es mirada (correctamente) por el Congreso como área reservada a su competencia. Explica también la perplejidad de los constitucionalistas americanos modernos para explicar la realidad y la teoría de su propia institución presidencial. Así, Tribe escribe:

    "Whether imperial or simply magisterial --or as close to the people as ambition and the media can make it- the American Presidency will never be easy to locate within our constitutional framework... we are, and must remain, a society led by three equal branches with one permanently more equal than the others: as the Supreme Court and Congress are preeminent in constitutional theory, so the President is preeminent in constitutional fact". [16]

 

8. Alberdi: ¿antecedente del presidente gobernante?

    El pensamiento de los constitucionalistas y dentistas políticos argentinos se ha movido en una dirección distinta a la que postula este trabajo. Difícilmente se admitirá la tesis que se desarrolla según la cual nuestro Presidente, el Jefe del Estado, preside pero no gobierna. En la raíz de esa posición está una concepción sobre la génesis del poder, bajo la Constitución, que no compartimos, según la cual, su centro reside en el Ejecutivo, desde el cual se han desprendido históricamente las potestades que hoy son atributos de los otros poderes. [17] Está, también, una imprecisa interpretación del pensamiento de Alberdi que merece reexamen.

    Alberdi postuló enfáticamente la necesidad de un Ejecutivo fuerte en consciente contraste en esto con el Presidente norteamericano. De allí, nuestros dentistas políticos han derivado, sin más, la tesis de que, a desemejanza de la Constitución americana, nuestro Presidente recoge la tradición virreinal española y tiene prerrogativas de las que carece el norteamericano. Esas prerrogativas favorecen el asegurarle el centro del poder y atribuirle potestades de gobierno, en tanto que al Congreso quedaría un remanente.

    Es cierto que Alberdi [18] propuso, respecto de "la constitución del Poder Ejecutivo", que "nuestra constitución hispano-argentina debe separarse del ejemplo de la constitución federal de Estados Unidos". La necesidad de ello derivaba de que "la libertad individual era el grande objeto de la revolución, que veía en el gobierno un elemento enemigo y lo veía con razón porque así había sido bajo el régimen destruido. Se proclamaban las garantías individuales y privadas; y nadie se acordaba de las garantías públicas, que hacen vivir a las garantías privadas. Este sistema, hijo de las circunstancias, llegó a hacer imposible, en los estados de América insurrecta contra España, el establecimiento del gobierno y del orden. Todo fue anarquía y desorden, cuando el sable no se erigió en gobierno por sí mismo. Esa situación de cosas ha llegado a nuestros días."

    Por este motivo -la probable anarquía- él aconseja que "en cuanto a su energía y vigor, el poder ejecutivo debe tener todas las facultades que hacen necesarios los antecedentes y las condiciones del país y la grandeza del fin para el que es instituido. De otro modo habrá gobierno en el nombre, pero no en la realidad... "

    Esta preocupación alberdiana, a la hora de plasmarse en su propio proyecto de Constitución, resultó mucho más modesta de lo que su enfático enunciado hacía prever. En concreto, la propuesta de Alberdi de un Ejecutivo enérgico y vigoroso, se resuelve básicamente en tres puntos de su proyecto de Constitución. En primer lugar, los poderes de excepción de que se reviste el Presidente en caso de declaración de estado de sitio, declaración que es de competencia del Congreso.

    En segundo lugar, el art. 85, inc. 1º de su Proyecto de Constitución pone a cargo del Presidente, junto con la administración, "...el gobierno general del país". En esta disposición termina el énfasis del autor de las Bases: "yo no veo por qué en ciertos casos no puedan darse facultades omnímodas para vencer el atraso y la pobreza cuando se dan para vencer el desorden que no es más que el hijo de aquéllos".

    El tercer punto consiste en que "el Presidente es responsable y puede ser acusado en el año siguiente al período de su mando por todos los actos de su gobierno en que hayan infringido intencionalmente la Constitución, o comprometido el progreso del país, retardando el aumento de la población, omitiendo la construcción de vías, embarazando la libertad de comercio o exponiendo la tranquilidad del Estado". (art. 86, Proyecto cit.).

    En rigor, a la hora de atribuir competencias entre el Ejecutivo y el Legislativo, el Presidente alberdiano no difiere en mucho del Presidente de la Constitución del 53 ya que la comparación entre las potestades de uno y otro son similares, a excepción de poner a su cargo el gobierno general, lo que no fue recogido por el texto de Santa Fe.

    Esto demuestra que si la opinión que reconoce en el Ejecutivo potestades de gobierno podía tener algún (débil) fundamento en el proyecto de Alberdi, éste se pierde al considerar el texto del 53. Los redactores deliberadamente suprimieron del art. 86, inc. 1º la expresión por la cual se pone a cargo del Presidente "el gobierno general del país", reproduciendo, en lo demás, el texto alberdiano.

   Por otra parte, los constituyentes del 53, tal vez en réplica al énfasis alberdiano (más literario y declamatorio, como se ha visto, que real) por un Ejecutivo fuerte, sancionaron la disposición del art. 29 que no tiene curiosamente antecedentes en la Constitución norteamericana. Según ese artículo "el Congreso no puede conceder al Ejecutivo Nacional, ni las Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos quedan a merced de gobiernos o persona alguna". Con esto debería terminar el mito alberdiano de un Ejecutivo dotado de poderes omnímodos para instaurar la paz y desterrar la pobreza.

 

9. La evolución institucional argentina: de Jefe de Estado a Presidente gobernante

    Que entre nosotros, conforme a la letra de nuestra Constitución, el Presidente tenga prerrogativas de Jefe de Estado y carezca de potestades de gobierno estricto es cosa que ha de maravillar a quien observe la actividad política de nuestros días, pues ésta lo pondría en las puertas de una conclusión inversa a la que este trabajo apunta. El observador de la realidad político-institucional argentina debería deducir de ella que, en la Constitución escrita, el Presidente es quien gobierna antes que cualquier otro órgano constitucionalmente previsto como constitutivo del gobierno federal. Hasta la retórica de los aspirantes a ese cargo público sugieren que el Pueblo deberá esperar todo de esa magistratura y poco de otras.

   Pero ni esta retórica, ni la observación del hipotético testigo, resultan (helas) equivocadas. En discordancia con el esquema constitucional escrito, la Presidencia argentina preside, pero también gobierna.

   La evolución institucional en torno a la figura del Presidente, que se inicia con un órgano llamado a presidir pero no a gobernar (si se admite esta fórmula como expresión de una posición restringida a las atribuciones de Jefe de Estado) y que se prolonga en un órgano netamente gubernativo, fue impulsada por algunos datos institucionales propios de nuestra Constitución sobre los cuales hizo pie la vigorosa influencia no sajona (concretamente, francesa) que se dejó sentir desde la segunda mitad del siglo XIX.

    Conforme al art. 86, inc. 1º el Presidente de la Nación "…tiene a su cargo la administración general del país". Este precepto falta en la Constitución americana, lo cual no fue óbice para que los constituyentes de ese país entendieran que "the administration of government... falls peculiarly within the province of the executive department" [19] es decir, del Presidente.

    Por administración, los constituyentes americanos entendieron que "in its most usual and perhaps in its most precise signification it is limited to executive details... the actual conduct of foreign negotiations, preparatory plans of finance, the application and disbursement of the public money in conformity to the general appropiations of the legislature... and other matters of a like nature constitute what seems to be most properly understood by the administration of government." [20]

    Administración es una actividad limitada a "executive details", es decir, a la ejecución de los detalles de las medidas y de los propósitos fijados por un órgano distinto al propio Poder Ejecutivo. Como tal, la acción administrativa no tiene una finalidad política o de gobierno y, por ello, el Presidente no puede proponerse, por vía de administración, fines u objetivos cuya definición no le compete. La administración es ciega en punto a fines y medidas de gobierno. El administrador hace o lleva a la práctica los propósitos Y las acciones predeterminadas y definidas por el titular del gobierno, es decir, por el Congreso.

    Pero desde el final del siglo pasado y los umbrales del actual se desplegó un movimiento legislativo que puso en manos del Poder Ejecutivo organizaciones orientadas a la prestación de bienes y servicios a las personas, a la producción y comercialización de productos Y a la regulación de la moneda y del crédito. Paralelamente se le atribuyó o encomendó la disciplina de mercados generales o particulares.

   Este fue un movimiento espasmódico pero constante; no razonado pero de dirección bien definida. Su origen formal está en el Congreso que por ley de la Nación convierte paulatinamente al Ejecutivo en un prestador de bienes y servicios, un explotador de actividades industriales y comerciales y un regulador de los mercados.

   Las técnicas jurídicas de que la corriente se vale son les más variadas; van desde la delegación de potestades hasta la creación de entidades, dotadas de personalidad propia y ubicadas bajo la tutela y dirección de la rama ejecutiva. El art. 86, inc. 1º ofrece el marco constitucional para que se verifique esta progresiva acumulación de potestades y funciones en el Peder Ejecutivo.

   De esta manera se verifica una mutación radical en la naturaleza del Ejecutivo. No es realmente una cuestión de mera cantidad. Tampoco que el Poder Ejecutivo haya resultado más potenciado de lo que se suponía. Es algo mucho más importante: es que bajo la etiqueta formal del Poder Ejecutivo va a actuar otra realidad en esencia diversa, la realidad que llamamos Administración y a la que no cuadra de ninguna manera la caracterización reservada a ese poder en la teoría de ]a división de los poderes. No se trata, ya, de llevar a cabo los "executive details". Es algo mucho más vasto y, sobre todo, independiente de los otros poderes, en especial, del Congreso. Al Poder Ejecutivo se le confía y de él se espera petróleo, luz, energía, carbón, materiales estratégicos, hospitales, escuelas, universidades, represas, puertos, caminos, cloacas, jubilaciones y pensiones, es decir, todas las prestaciones, los bienes y los servicios que hagan a "la prosperidad general del país y de sus provincias".

   Puesta en sus manos, también, la regulación de la economía, al delegársele la disciplina de los mercados y la regulación de la moneda y el crédito, se habrá de esperar de él que obtenga un alto nivel de actividad económica, el pleno empleo y la estabilidad de los precios. Al final de esta evolución gobernar no es, fundamentalmente, legislar. Gobernar es, fundamentalmente, administrar. [21]

  Es bien explicable que el administrador, puesto en el vértice de la extensa y compleja organización burocrática a la que se le encomienda múltiples prestaciones, producciones variadas y la regulación de amplios sectores de la vida económica y social se proponga, o haga propios, las finalidades y propósitos de la vasta organización que comanda. Estos fines, cualesquiera sean, habrán de estar muy lejos del puro "expedir las instrucciones y reglamentos que sean necesarios para la ejecución de las leyes de la Nación..." (art. 86, inc. 2) y muy cerca, en cambio, de "proveer lo conducente a la prosperidad del país" (art. 67, inc. 16), la vieja prerrogativa y responsabilidad del Congreso que define, en síntesis, lo que es gobernar. El Presidente, sin dejar de ser Jefe de Estado, deviene Jefe de Gobierno. [22]

   Es en atención a esta evolución, y no a los poderes establecidos y distribuidos por la Constitución escrita, que nuestra doctrina constitucional y administrativa reconoce y atribuye en el Presidente una función política o de gobierno y una función administrativa. La primera "es el ejercicio directo e inmediato del gobierno en cuanto conducción del Estado, en cuanto manejo de la política, del devenir estatal". [23] La segunda, la administración, ya no consiste en los "executive details" sino que "es la actividad funcional, idónea y concreta del Estado que da satisfacción a las necesidades colectivas en forma directa, continua y permanente con sujeción al ordenamiento jurídico".  [24]

   Tres aclaraciones vienen al caso de lo que venimos diciendo. La primera es que lo anterior tiene por propósito resaltar la progresiva transferencia de las prerrogativas concretas de gobierno del Parlamento al Ejecutivo y no la creciente expansión del poder estatal sobre esferas delimitadas en la Constitución a favor de las personas privadas. Se trata de dos procesos sociales y constitucionales distintos aunque pueda verificarse su íntima correlación. En todo caso, este trabajo atiende sólo al primer aspecto.

   La segunda aclaración está en la misma línea que la primera. A través de la asignación de fines a la acción administradora del Poder Ejecutivo se verifica una mutación progresiva y a veces insensible de los fines del Estado. No parece muy difícil demostrar que la Constitución del 53/60 está moldeada sobre el ideal de la libertad individual a cuya maximización se orienta, como finalidad propia, un Estado que, por eso, limita su actuación a imponer el derecho, concebido a su vez como un límite puramente formal de las libertades. Esta finalidad se desdibuja y se transforma cuando la ley propone al administrador, como fines a ser perseguidos por éste cada vez que le atribuye una nueva responsabilidad prestacional o reguladora, la transformación positiva de las condiciones fácticas Y morales que hacen posible la vida social y personal, procurando el bienestar o la felicidad terrena de los ciudadanos.

    Pero sin dejar de anotar este dato -trascendental, por otra parte, en la historia constitucional del país- este estudio no tiene por propósito analizar el cambio de los fines constitucionalmente definidos para el poder en la Argentina, sino sólo advertir que ese proceso se desarrolla junto o a través de otro que es el que aquí interesa: la asignación o la apropiación de finalidades propias del gobierno como tal por el Poder Ejecutivo y administrador; el hacerse gobierno en desmedro del Congreso.

   La tercera aclaración que debemos se vincula con el carácter confusamente consciente de la evolución que apuntamos, al menos si se la compara con procesos parecidos ocurridos en el continente europeo. Esta evolución se cumple sin referencia ni como decantado de posiciones ideológicas. Por ello no importa que sus resultados no puedan ser reconducidos y explicados desde la filosofía del Estado-Providencia, del Estado del Bienestar o del Estado Social. Pero parece exagerado afirmar que la evolución fue presidida e impulsada por una doctrina coherente y consciente de sus fundamentos y de la dirección del cambio que propiciaba. Para bien o para mal, la Argentina no puede reivindicar para sí ni la originalidad ni la deliberada emulación de los grandes reformadores. Incluso quienes propugnan o defienden los cambios más ruidosos del 49 están a medio camino y en marcado atraso respecto no sólo de las tendencias entonces predominantes en Europa (piénsese que un año antes se acababa de sancionar la Constitución alemana actualmente vigente) sino también de los fascismos precedentes.

   Mas, en definitiva, estas últimas precisiones no cuentan más que los preciosismos académicos, porque con o sin soporte ideológico la realidad constitucional argentina contemporánea --el derecho constitucional consuetudinario, ese "otro lado de la trama" de las normas escritas- ha consagrado el principio que el Poder Ejecutivo gobierna porque en él se encuentra, como en su núcleo prístino e inicial, el poder a secas. No pues, ya más, potestades aisladas, recortadas y, sobre todo, limitadas. Menos aún, facultades no gubernativas, de pura administración o de suplencia o coordinación de otros órganos. "Jefe Supremo de la Nación", en cambio, para mandar, imponer, gobernar. Un monarca electivo.

NOTAS

[1] Bidart Campos, Derecho constitucional del poder, I, p. 708.

[2] Bidart Campos, op. cit., I. p. 744.

[3] Bidart Campos, op. cit., I. p. 755.

[4] Linares Quintana, Tratado de la ciencia del derecho constitucional, VI, 83; Villegas Basavilbaso, Derecho administrativo, I. p. 7; Bidart Campos, op. cit., p. 659. "El poder del estado como capacidad o energía para cumplir su fin es uno solo con pluralidad de funciones y actividades. Lo que se divide no es el poder sino las funciones y los órganos que las cumplen". (Bidart Campos, Manual de derecho constitucional argentino, p. 479). En sentido similar, Bielsa, cit., p. 158.

[5] Bidart Campos, op. cit., p. 693; Linares Quintana, I, p. 74.

[6] Este concepto de función, que es el que adopta la doctrina prevaleciente, se toma de la biología o de la sociología, aunque tiene origen en aquélla. Es una noción extraña a las categorías jurídicas. En aquel sentido, función es la contribución que aporta un elemento a la organización o a la acción del conjunto que forma parte. "La palabra función se emplea de dos maneras diferentes. Tanto designa un sistema de movimientos vitales abstracción hecha de sus consecuencias, tanto expresa la relación de correspondencia que existe entre esos movimientos y ciertas necesidades del organismo" (Durkheim, Emile, De la division du travail social, París, 1960, p. 11).

[7] Bielsa, Derecho constitucional, p. 639.

[8] Bielsa, op. cit., p. 614, admite la confusión. "Todavía, dice, existe cierta ignorancia o confusión sobre el concepto de gobierno".

[9] Este punto de partida de la investigación que sigue en el texto supone una noción radicalmente distinta al de la doctrina prevaleciente. Esta, al hablar de "funciones" de los órganos y no de potestades proyecta hacia un segundo plano, el contenido de esta noción, es decir, el esencial acotamiento Y limitación del poder del órgano al objeto específico de la potestad. Desplazada la noción de potestad o de poder limitado, la doctrina prevaleciente se desliza hacia la idea de que todo órgano está revestido de la totalidad del poder, sólo acotado por la función a través de la cual se ejerce.

Este es el resultado de una posición más amplia que se cifra sobre dos afirmaciones. La primera es que el poder es uno; la segunda que el poder uno reside en el Estado (véase en nota 4 la categórica afirmación, en ese sentido, de Bidart). Quienes así piensan están obligados a forzar el texto constitucional que expresamente (art. 33) coloca en el pueblo (y no en el Estado) el asiento del poder; cfr. en este sentido Bidart Campos, Manual, cit., Nº 142, p. 96). Trasladado el poder (es decir, la soberanía) al Estado es forzoso concluir que éste no pueda dividirse. Lo que se divide son las funciones del poder único. Pero de aquí quienes así argumentan, deben concluir que cada función contiene y, por ello, todo órgano detenta todo el poder indivisible. En este punto sería contrario a la secuencia lógica seguida que se reconocieran en cada órgano constitucional potestades, es decir, poderes específicos, puntuales, limitados. De aquí las dificultades para establecer el límite al poder de cada órgano. Según la doctrina prevaleciente el límite resulta de la competencia y ésta es... la función (!), lo que es contradictorio e impreciso y lleva al resultado de hacer difícilmente contenible el radio de poder de cada órgano.

Al postular, y constituir como punto de partida de la investigación, que la Constitución establece poderes o potestades específicas y delimitadas en la cabeza de cada órgano (y no funciones a través de las cuales el poder indivisible se manifiesta) reconocemos la letra expresa de la Constitución y la doctrina tradicional en torno a ella. Joaquín V. González (Manual de la Constitución Argentina, p. 273) reconoció límites, prohibiciones y restricciones a cada poder "...fijado por la Constitución". "La más grande y fundamental de las virtudes de nuestro sistema (dice en op. cit., p. 310) es ésta de la decisión, distribución y especificación de todas las facultades que cada uno de los poderes principales del gobierno puede emplear". Por eso, "el gobierno argentino, es de poderes limitados" (op. cit., p. 403). En esta línea, la Corte Suprema tiene establecido que "ni el Legislativo ni ningún departamento de gobierno puede ejercer lícitamente otras facultades que las que le han sido acordadas expresamente o que deben considerarse conferidas por necesaria implicancia de aquéllas" (Fallos, t. 136, p. 61).

La atribución de poderes específicos, limitados y acotados, a cada uno de los órganos constitucionales, supone una delegación de esas precisas facultades por el pueblo de todas las provincias (González, cit., p. 310) en el acto constituyente. El pueblo es el depositario de la soberanía o del poder no delegado (González, op. cit., p. 97). Sólo postulando al pueblo como depositario del poder puede arribarse a la noción de poderes limitados en las autoridades de la Nación (como llama el texto del 53 a los órganos constitucionales).

Si el poder pertenece al Estado, como quiere la doctrina prevaleciente, y si los órganos son el Estado mismo, ¿cuál es la razón para excluir de cada órgano un fragmento del poder y desplazar los fragmentos no asignados a un "reservoir" de poder que estaría en el Estado pero en ninguno de los órganos? Y si el poder es uno y está todo en el Estado y si cada órgano al ejercitar su función explicita el poder indivisible, ¿cómo hablar de poderes específico y limitados de cada órgano?

[10] Cfr. Bielsa, Derecho co1zstitucional, p. 615, donde sostiene que el gobierno reside primariamente en el Congreso pero también en el otro poder político, el Ejecutivo.

[11] Parece ser la opinión de Bielsa en op. cit., p. 640.

[12] Lasky, Parliamentary Government in England: A Commentary, II ed.; Wheare, Goverment by Committee, Oxford, 1955; Morrison, Govemment and Parliament: A Survey from the inside, III ed., London, 1964; Biscaretti di Ruftia, Diritto Constituzionale, XII ed., Roma, fs. 197 y 457.

[13] De L'Esprtt des Lois, Livre XI, 6, De la Constitutiorz d'Angleterre, p. 588, en Oeuvres Completes, Editions du Seuil, París, 1964.

[14] Bagehot, The English Constitution, p. 99.

[15]  "En todo estado soberano, dice Cooley (citado por la Suprema Corte argentina en el caso 'Doncel de Cook vs. Prov. de San Juan', Fallos, t. 155, fs. 293 a 302), el Poder Legislativo es el depositario de la mayor suma de poder y es, a la vez, el representante más inmediato de la soberanía."

[16] Tribe, American Constittttio11al Law, p. 157.

[17] Bidart Campos, Manual de derecho constitucional argentino, p. 632.

[18] Las Bases, Ed. Biblioteca Argentina, Bs. As., 1915.

[19] Hamilton, The Federalist, N 9 72.

[20] Hamilton, op. et. loe. cit.

[21] En este sentido, explícitamente, Bidart Campos (cit. I, p. 694). "Gobernar -dice- es, ante todo, administrar, tomando el término en sentido amplio, sin excluir la conducción política, y sin reducirlo a una pura prestación de servicios públicos. Por eso, el gobierno o función ejecutiva es la primera, la más importante, la que tiene primacía sobre las otras."

[22] En este sentido, pero entendiendo explicar la ley positiva, Bidart Campos (op. cit. I., p. 750) donde indica que "la función ejecutiva lata comprende lo político y lo administrativo; el Presidente de la República es el Jefe del Gobierno y de la Administración, y como tal ejerce una actividad continua y permanente...".

[23] Bidart Campos, op. cit., p. 745.

[24] Diez, 32, Villegas, 1, p. 35.

 

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