lunes, 12 de noviembre de 2012

Discurso ex alumnos promoción 1957 - Colegio Nacional de Buenos Aires, 2007.

Sra.  Vicerectora,

Sr. Secretario de la Asociación de ex alumnos,

Queridos amigos, viejos compañeros,

    Lo único que no me gusta de estas reuniones es que me encuentro con un grupo de viejos, que me miran, y me reconocen como compañero de ellos.  En lo que me concierne, pienso que viejo es lo que pasa recién veinte años después de hoy.  Eso es lo que tiene de bueno ser, digamos, un hombre mayor de edad.  Los mayores de edad no se dan cuenta cuándo el tren alcanza la última estación.

    Déjenme, antes de seguir adelante, cumplir con ciertas formalidades, no porque en estas ceremonias, sino porque estoy seguro que todos deseamos, de corazón, recordar a los profesores, las autoridades del Colegio, a nuestros padres y a los compañeros que la vida, durante estos cincuenta años, se llevó de este mundo y, por eso, hoy, no están aquí.  Los invito a ponerse de pie, y a guardar un minuto de silencio en memoria de todos ellos.

    Gracias.  Mi amigo, el Dr. Cava, me llamó hace unos días para que le anticipara el texto de esta exposición.  Le dije que pensaba improvisarla, y que por eso no la tenía.  No era cierto. El día que me llamó, el jueves pasado, no tenía yo, aún, la menor idea de lo que me gustaría decir, salvo agradecer a mis amigos, a mis hermanos de aquellos viejos tiempos, el inmerecido privilegio que me confieren al sugerirme que diga las palabras de rigor en estos actos.  Es una elección que me enaltece, por el cariño y la confianza que expresa hacia mi persona, y que me obliga a intentar decir, con fidelidad, lo que pueda estimar que es el sentimiento colectivo o de la inmensa mayoría de esta promoción.

    Después de hablar con Carlos Cava, pensé que preparar por escrito este tipo de discursos no era apropiado, que ustedes merecían algo más personal y espontáneo, y no un producto seriado.  Algo que se asemejara a un coloquio o un diálogo.  Me parece que Freud dijo, alguna vez, que los que leen discursos, en vez de improvisarlos, son como los que salen a pasear en un coche, junto con los que deben hacer el viaje a pie.  Pero mi memoria ya no es la que fue, y entonces opté por un camino intermedio: el de traer unas notas que me aseguraran el recuerdo del hilo de mi exposición.  Pero después me arrepentí. No fuera a ser que ni aún de ese modo mi  memoria no me traicionara y que Uds.  se dieran cuenta que los mayores de edad no están sentados allí sino hablando desde acá.

    La segunda dificultad que sentí (esta vez después de mi conversación con Cava) es una de fondo: ¿qué podría decir fuera de las sentimentales vulgaridades de estas ocasiones?  Me tomo la libertad de advertirles que no es, precisamente mi juventud, sino el ser un hombre mayor lo que me ha puesto sensible y, frente a situaciones como la que hoy vivimos, no sería raro que me sucumbiera a la emoción.  El problema no es una emoción, sino la repetición de las emociones.  Les pido disculpas por anticipado y pueden ustedes responsabilizar a mi edad.

     El qué de este discurso lo encontré pronto.  Debía evocar el Colegio.  ¡Ah, si pudiera, como el mago de Oz, de un golpe de varita mágica, traer a escena, devolver a la vida, por un instante, por sólo un instante, uno, dos, cuatro, cien momentos de los años que fueron entre 1952 y 1957, el período en que nuestras vidas transcurrieron en esta casa! Pero carezco del don de la magia, y por ello, con el permiso de ustedes me gustaría describir las personas y las cosas, los hechos y los lugares, que formaron esa comunidad, a la que pertenecimos desde entonces y para siempre, junto con profesores, rectores, celadores y otras personas, durante aquellos venturosos seis años.  Allí está lo que, abreviadamente, llamamos “Colegio”.

    La comunidad, es decir, el Colegio, tenía historia.  No nacía con nosotros ni había abierto sus puertas un año antes.  Recuerdo que en 1952, año de nuestro ingreso, el entonces rector Moyano, en el primer acto público de celebración de una efemérides patria, habló de la tradición del Colegio y esta expresión, la tradición del Colegio, fue casi una muletilla que por aquellos años se nos ofreció como punto de referencia de valores que el Colegio había incorporó través de los tiempos.  La historia, por cierto, era remota e ilustre.  Fundado a finales del siglo XVIII, por sus aulas habían pasado héroes civiles o militares, presidentes de la República, magistrados, científicos, hombres de letras, académicos.  La tradición no era un buen libro de historia, sino algo más.  Y aunque nunca se definió con claridad cartesiana en qué consistía, me parece que, antes que nada, representaba un puñado de valores de la vida cívica, y de la conducta personal, en el marco de la excelencia del esfuerzo académico.  La tradición de que nos hablaban no era un esqueleto descolgado de un placard cerrado por años.

    Ignoro si ha sobrevivido la idea y la cultura de la tradición del Colegio.  La conocida excelencia de sus últimos rectores, que vivieron y se educaron en este mismo edificio, y escucharon de sus mayores la lección de qué era y había sido el Colegio Nacional de Buenos Aires, me hace pensar que la necesaria renovación de la enseñanza, después de medio siglo, no fue encarada a expensas del olvido de los ayeres del Colegio.  Y por ello no ha sufrido el destino de otras instituciones argentinas, que perdieron contacto con sus propios pasados y con sus valores, y con las conductas ejemplares, y naufragaron en la avalancha de las novedades y turbulencias de los últimos treinta años del siglo XX.

    El Colegio que recuerdo tuvo varios estamentos o segmentos.  La cabeza visible era, obviamente, su rector, secundado por su vicerrector.  Después venían los profesores, que en lenguaje actual se llamaría el cuerpo docente.  Enseguida, teníamos a un grupo con competencia en la disciplina y el orden de los educandos.  Eran las temidas prefecturas, integradas por los prefectos (uno por cada turno), otros colaboradores de éstos y los celadores, unos diez o quince alumnos de los últimos años.  No omitiré en esta enumeración, al personal de maestranza.

    Finalmente, estaban los alumnos de los seis años en que se distribuía el curso completo de estudios.  Entre ellos, obviamente, nosotros.  ¿Éramos el subsuelo de la comunidad, o el globo terráqueo sostenido por Atlas? No lo sé, pero cada estamento se fusionaba con los otros, de manera que la vida de uno sin los otros no era concebible y, amalgamado un sector a otros, y moviéndose todos a lo largo del tiempo, ahí estaba constituida esa comunidad, el Colegio, al que nos incorporamos en el ya lejanísimo 1952.

   Déjenme referirme al personal de maestranza.  El edificio era un ejemplo de limpieza.  Brillaba por todos lados.  Por dentro y por fuera.  Circulaba una anécdota de un rector legendario, posiblemente el más notable de los rectores del siglo XX, a quien se debía la renovación educativa y edilicia del Colegio, Juan Nielsen, muerto, creo, en 1941 después de ejercer el rectorado desde 1924.  Se decía que Nielsen, ocasionalmente, pasaba un dedo por el pasamano de una escalera y si descubría en su dedo un gramo de polvo, sonaba el escarmiento.

    No sé si es fantasía mía atribuirle, a más de la honesta limpieza y mantenimiento, a ese personal llamado de maestranza, la responsabilidad de la custodia o vigilancia de la seguridad de las entradas (invoco a mi favor el testimonio de Fernández Moreno que en su conocido poema sobre el Colegio de los años 20, habla del “portero fiero como un can”): en buenas cuentas, no había alumno que, habiendo ingresado al Colegio, pudiera salir antes del fin del curso, sin contar con un salvoconducto autorizado por no menos de cinco personas.  Iniciado el curso (fuera el de mañana como el de la tarde) las puertas se cerraban, pareciendo decir, como las del infierno del Dante, lasciate ogni speranza voi qu’entrate (de salir, obviamente).

    Mi entrañable y llorado amigo, Horacio Aguilar, desafió la vulnerabilidad de la fortaleza.  No sé cómo había conseguido una llave de una de las disimuladas puertas de la calle Alsina, y hacía allí se encaminó Horacio, un día, por oscuros corredores del subsuelo, en busca de la libertad, cuando fue descubierto por un portero que inició su persecución.  Horacio (¡oh gloria de las piernas adolescentes¡) corrió más, y como en un episodio de la Odisea, fue protegido por los dioses, porque el “gallego” (disculpen a este hijo de española, que defina de tal modo al miembro de la portería) tropezó con una mesa abandonada, y cayó al suelo.  Horacio ganó la calle, rompiendo el mito de que el Colegio era una fortaleza.

    Debo hacer referencia al grupo de personas que constituían la prefectura y que eran encabezados por el prefecto.  Como alumno del turno de la mañana conservo vívidos los recuerdos del personal de la prefectura que prestaba servicios durante ese turno, y me perdonaran mis compañeros de la tarde que no esté, ahora, en condiciones de referirme a los que prestaban funciones desde la una a las seis de la tarde.  En realidad, hablar del cuerpo de prefectura era un eufemismo, porque César Viglino, el prefecto de la mañana, era todo, aunque lo secundaran hombres notables, de los cuales quiero hoy acordarme de  Manuel Antín y de Coco Rapallo. Uds. podrán agregar el nombre de muchos otros. Siempre me llamó la atención el título de este jefe de la disciplina y el orden de los estudiantes: Prefecto.  Por esta palabra, que yo sepa, se designaba a una magistratura civil y militar romana.  Y, al menos en el siglo XIX, fue el título del Jefe de la Policía de París.  ¿Será que otro rector legendario, esta vez, del siglo XIX, Amadeo Jacques, francés por sus cuatro costados, eligió el título para indicar que quien estaba a cargo de la prefectura, el prefecto, era el brazo armado de una disciplina sin concesiones ni tolerancias?

    En el Colegio al que ingresamos en 1952 reinaba un orden casi militar.  Un alumno tenía un solo lugar para estar mientras duraba el turno: el aula.  Salvo los recreos de exiguos cinco minutos, en donde podía circular libremente.  Es decir, podía ir a los patios o a los baños.  No había muchas alternativas.  Y al sonar el timbre, terminando el recreo, cada división formaba filas de dos en fondo frente a sus clases o aulas, para acceder a éstas bajo orden del celador.  Todo el Colegio se iba, al terminar la mañana o la tarde, formando filas de a dos en fondo, mientras sonaban marchas militares.

    Cuando yo ingresé en 1952, este orden se me impuso como algo natural.  No escuché ningún grito, impartiendo órdenes de cuartel.    Alguien podrá criticar hoy el excesivo rigorismo, la exclusión de la espontaneidad, la rigurosa observancia de normas de comportamiento colectivo.  No sé.  No he venido a defender ni a criticar, sino a recordar que sobre ese orden presidía Viglino, a la mañana y Queirolo, a la tarde.

    Viglino era un hombre bajo de estatura, de edad mediana, que había entregado su vida al cuerpo de prefectura.  Ser prefecto era su destino en la vida y su justificado orgullo.  Sospecho que era de la escuela de Nielsen, hecho bajo el estilo severo de éste, muerto once años antes de 1952, el de nuestro ingreso.  Fumaba con boquilla, tenía ojos claros y fríos, y pienso que éstos y la magia que lo rodeaba, hacían que su sola presencia impusiera la anhelada disciplina, sin recurso al grito, o a la amenaza explícita. Me gustaría decir en su recuerdo y homenaje que habiendo sido tan severo el orden que él aseguraba, nunca fue arbitrario, aunque fuera exigente. Por eso pienso que, en el fondo, al terminar los estudios y partir para otros rumbos, tuvimos para él, espontáneamente, recuerdos de afecto.

    Rescato esta disciplina como un valor que nos transmitió esta casa. Yo sé que sorprendo a más de uno con esta afirmación.  Sé que va contra el espíritu de los tiempos actuales, después de medio siglo.

    Pero permítanme algunas aclaraciones. He hablado de régimen cuasimilitar.  Lo hice por comodidad verbal, no porque el Colegio cultivara virtudes castrenses. Por el contrario, en 1952 el Colegio tenía una honda tradición de civismo.  Esta era una institución tan alejada de las armas como cercana a los libros.  No se enseñaba a mandar sino a pensar.  Y si las fuerzas armadas podían tener ingerencia o peso en el gobierno civil de 1952, el Colegio no permitió el favoritismo en beneficio de nadie, aunque el favor fuera pedido por un jefe militar.

   Pero digo que la disciplina es un valor, y no un anacronismo, porque es el instrumento que ayuda al hombre y la mujer a afrontar los inevitables momentos, aciagos o difíciles, que ineludiblemente depara la vida a la vuelta de cualquiera de sus esquina, y, en las buenas horas, la disciplina aconseja la templaza, lo que no viene mal según demuestra esta edad de la desmesura que frecuentemente celebra el éxito o se entretiene, con desafueros . También el carácter se forma, como la inteligencia o los músculos.

     Es hora de que hable de los profesores.  El cuerpo de profesores daba el tono del carácter de la comunidad del Colegio.  Determinaba antes que otros, la identidad, lo que el Colegio era y quería seguir siendo.  Característica común de todos ellos era su condición de universitarios que, en su mayoría, fueron, al mismo tiempo, profesores en la Universidad de Buenos Aires. La relación del Colegio con la Universidad era relevante, no por la dependencia dentro de un organigrama, sino porque la enseñanza que se impartía tenía un nivel que anticipaba la academia.

    Hace cincuenta años este dato marcaba una diferencia fundamental con el resto de la enseñanza secundaria, que también gozaba de un respetable nivel de excelencia. Pero para explicar la diferencia me viene a la memoria una anécdota narrada por Cané en Juvenilia.  Años después de haber egresado de este Colegio, Cané se encuentra con un compañero de curso que no se graduó en la universidad, o que alcanzó un título menor.  Y allí razona Cané sobre la diferencia entre la adquisición por los educandos de ideas generales (así llama a una formación académica universal) y aprender una colección de datos, útiles, necesarios, pero insuficientes para proporcionar una perspectiva de largo aliento y de profundidad científica y humana.

    Excelencia. He aquí la segunda característica del tono de la enseñanza que impartía aquel grupo de hombres que eran nuestros profesores. La excelencia remitía a la exigencia.  Estos hombres, llamados a enseñar, nos pedían lo que la Universidad había exigido en ellos para laurearlos (como se decía antes). En cuanto al contenido de la enseñanza, este Colegio no era un club de rugby o de football, con acento en la enseñanza (por ejemplo) del inglés.  No.  La prioridad eran las materias que Jacques en el siglo XIX y Nielsen en el XX habían incorporado al plan de estudios.  Las ciencias básicas, las lenguas, el idioma materno, las literaturas, las ciencias naturales, las matemáticas.

    Reconozco que el Colegio tenía un fuerte sesgo humanista. Las literaturas le ganaban por varios cuerpos a las ciencias exactas. El romancero español era más conocido que una tabla de logaritmos.  Yo egresé sin saber qué era y cómo se leía el balance de una sociedad comercial.

     Entre las humanidades destacaba el latín, estudiado durante seis años.  Cómo justificar entonces, y ahora, el estudio de esta lengua muerta, incluso por más tiempo que el inglés o el alemán, al que sólo se le destinaban tres años.  Aquí aparece una cuestión valorativa del máximo interés.  Me explico: años después de mi egreso, me tocó el turno de enviar a colegios secundarios a mis hijos (dos varones y una mujer).  Elegí colegios de donde salían perfectamente bilingües (obviamente con el inglés).  Un día me pregunté por qué lo había hecho.  Y por qué lo habían también hecho los padres de los compañeros de mis hijos.  Respuesta unánime, consciente o inconsciente: por que saber inglés facilitaba, sino aseguraba, una salida laboral: un eufemismo para significar que los mandábamos a estudiar inglés para que pudieran ganarse la vida más fácilmente.

    El humanismo del Colegio Nacional de Buenos Aires, significado especialmente por el latín, era el antimodelo de esa enseñanza del inglés, que acabo de mencionar. El propósito de enseñar latín, no era facilitar la comprensión de la gramática española, ni hacer un ejercicio nemotécnico declinando sustantivos, adjetivos y pronombres. Era, pienso, por el contrario, levantar el velo y mostrar, desde su interior, una civilización, la de Roma, a la que Occidente, donde vivimos, debía las raíces de su formación social, jurídica e intelectual.

    Una frase de Séneca sobre la brevedad de la vida, la exaltación ciceroniana de la República en la Primera Catilinaria, César en la mañana de Farsalia, el romano prisionero de Cartago, que vuelve a prisión, honrando su palabra, para encontrar la tortura y la muerte después de haber ido a Roma, no para pedir, como quería el cartaginés, su captor, la paz, sino para convencer a sus conciudadanos que la guerra debía continuar.  Todo ello se enseñaba para formar seres humanos, no para ofrecer salidas laborales.  ¿Una enseñanza ilusoria, romántica, inútil? Plantéenles estos problemas a Aristóteles, a Platón y a tanto otros, que dedicaron sus vidas a formar el alma y la cabeza de los pueblos y vivieron, ellos, sin preocuparse por el lenguaje de los bárbaros con los cuales hubieran hecho, sin duda, buenos negocios.

    Pregúntenle a Mariano Moreno, que en su Gaceta ponía como lema una frase de Tácito, según la cual son felices los tiempos en que es lícito pensar lo que se dice y decir lo que se siente, a Esteban Echeverría, a Domingo Faustino Sarmiento, al general Mitre, fundador de este Colegio bajo su forma actual, a Francisco Narciso de Laprida, que proclamó la Independencia, a Juan Bautista Alberdi y a tanto otros, ex alumnos o no, qué piensan sobre privilegiar en la enseñanza, por encima de un puñado de ideales extraído de los clásicos, un sistema de contabilidad.  Estoy seguro que el rector Sanguinetti habrá, como Nielsen, renovado y actualizado, la enseñanza, como siempre es indispensable hacerlo, sin diluir o negar las raíces que nos formaron hace medio siglo.

    Estoy convencido de que la busca de tantas salidas laborales favoreció, (oh dolor) entre muchas otras cosas, a nivel, no de esta casa, pero sí del país, el debilitamiento de los soportes morales de la sociedad y, con ello, la aparición del cáncer de la corrupción, sin duda una salida laboral más lucrativa que la que ofrece el inglés. Pero Labanca, no exagere, en 1952 también había corrupción.  Respuesta: sí, pero eran casos excepcionales, y no epidemias, tanto públicas como privadas.

   Destacaban, en el cuerpo de profesores, algunas personalidades notables.  A algunas me gustaría referirme.  Entre los hombres que enseñaban disciplinas científicas recuerdo a los ingenieros Otonello, Batana y Vanossi.  Este último, académico distinguido, enseñaba química orgánica.  Era alto, huesudo, con gestos de modesto señorío.  Otro que por su sola presencia imponía el silencio y la atención con que se recibe a los que tienen algo que decir.  Tenía el don de la claridad.  Pero lo recuerdo especialmente por su respetuoso cariño hacia  sus estudiantes.  Un día daba clase en el anfiteatro del laboratorio de química.  No volaba una mosca.  Fischbarg se sentaba en el primer banco, y con un gesto involuntario tiró al suelo cuadernos, libros y lápices.  Vanossi detuvo la explicación.  Y con la misma suave parsimonia con que llegaba y se iba de clase, dio la vuelta al largo escritorio o mesa de ensayos, detrás de la cual hablaba, enfiló hacia Fishbarg, llegó hasta él, se agachó hasta el suelo, recogió uno por uno los libros caídos, se los entregó…y continuó la clase.  El respeto por el alumno se arma al hilo de estos pequeños gestos que, como la caridad, según Shakespeare, dignifica tanto al que la practica como al que la recibe.

    Entre los profesores de humanidades (si se me permite esta expresión) recuerdo al profesor Monner Sans, a Florentino Sanguinetti, a Antonio Pagés Larraya y a Ángel Fraboschi.  Otro latinista, discípulo de Ricardo Rojas, dijo con acierto, en referencia a su maestro Rojas que desde las primeras palabras que pronuncia un profesor ante sus alumnos, éstos se dan cuenta de si están o no, delante de una persona; y el juicio que en su ardorosa ingenuidad ellos forman, siempre es cierto y es inapelable.  Vox discipuli, vox Dei.  Ese fue nuestro juicio respecto de las personas que cito. Y cada uno de Uds. podrá agregar más nombres a esta lista, nombres que yo no puedo hacer ahora porque se trata de personas que no fueron profesores míos y a quienes no traté.

    Pagés era el más joven de ellos.  En el 55, cuando fue profesor nuestro de literatura española no llegaba, creo, a los cuarenta años.  Era todo entusiasmo, todo fervor.  Ganar el saber significaba para él, y nos lo contagiaba, sumergirse en libros y estudios, leer sin descanso, recrear los textos del pasado, y sobretodo, expresar un amor sin límites por la libertad en la educación y en la cultura, donde nada estaba prohibido, siempre que acreditara su excelencia o calidad.

    Fraboschi era un latinista.  Fue mi profesor de esa materia de 1º a 4º año.  El, confieso, me hizo amar esa lengua.  Pero en particular me cautivó que Fraboschi, a propósito de la enseñanza de la lengua del Lacio, hacía referencia a la historia romana.  Ponderaba las virtudes de los fundadores, los constructores de la República, presentaba a Cicerón como modelo de defensor de las libertades públicas, y a César como el talentoso hombre de letras y militar que miraba con avidez la corona que la República negaba a todo romano. Todo esto no dejaba de tener un mensaje político circunstancial, porque el gobierno nacional, entre 1952 y 1955, parecía satisfacer, por varios respectos, las definiciones de las dictaduras: diarios confiscados, presos políticos, libertades negadas.  Fraboschi reprobaba aquel presente político con el ejemplo de los romanos.

    Aquellos hombres (hablo ahora de todo el cuerpo docente), eran serios, dedicados, modestos, doctos, ejemplares.  Nosotros los amamos.  Cada año, cada despedida, era una celebración de los profesores que habíamos tenido durante el curso.

     He dicho que eran modestos. Me gustaría contar la gran lección que recibí de fraboschi en marzo o abril de 1956.

    El Colegio tenía un sesgo antioficialista o antiperonista.  Era como un reducto no oficial.  Volveré sobre este punto.  Producida la revolución de septiembre de 1955, caído el gobierno que con tanto disfavor había mirado el Colegio, sucedió lo inesperado: la Revolución, a través de la Universidad, intervino el Colegio, desplazó al rector Herrera, tuvo por terminados los cargos de todos los docentes y llamó a concurso en todas las cátedras.  En una palabra, se cargó a sus amigos, a los que habían resistido las ingerencias indebidas del poder caído en 1955.  Fabroschi, de esa manera, perdió todas sus cátedras.  Se presentó a concurso y salió triunfador en todas en las que compitió.

     Pensé que en 1956 volvería a encontrarlo como profesor de latín.  Mas hete aquí que uno de los primeros días de clase, yo circulaba cerca de la puerta de entrada, aprovechando mi condición de celador que, con una placa de libre tránsito, me permitía la libre circulación por todas las instalaciones del edificio.  Fraboschi subía la escalera de entrada.  Llevaba en la mano su infaltable sombrero, estaba tal vez más encorvado que de costumbre en su traje cruzado, y usaba las infaltable camisa de cuello duro, una pieza, ésta sí, hoy, de museo.  En su mano traía un sobre blanco.  Abrí la puerta, lo saludé con afecto.  Me dijo que venía a presentar su renuncia: el contenido del sobre.  Fraboschi, ganador del concurso convocado por la intervención, protestaba renunciando a las cátedras que había ganado.  Sin declaraciones a la prensa, sin solicitadas y, obviamente, por aquellos tiempos, sin televisión ni reportajes.  Presentó su renuncia no más y se fue a su casa, picado de viruelas, a ganarse la vida dando clases particulares.  Doy testimonio de algo sorprendente.  Estaba en paz.  Había hecho lo que su conciencia le dictaba.

     La mejor lección que recibí sobre la grandeza de la modestia, sobre la nobleza del silencio en la adversidad, ocurrió aquella mañana en la puerta de esta casa.  Fraboschi no organizó un piquete, ni se fue al Ministerio de Educación a cortar el tránsito.  Se fue a su casa a empezar de nuevo, dejándome, sin saberlo, a mi, la lección de que la vida ordinaria, común, no espectacular, puede estar llena de heroísmo.

    Es bueno este recuerdo, en este encuentro, tal vez el último, porque posiblemente todo pase, los hombres, los edificios, y hasta los libros.  Pero gestos como éste, de dignidad, y de amor por la propia insobornable conciencia, cuando penetran en el alma de los otros, encierran una petición de eternidad.

    ¿Me equivoco si afirmo que entre el conjunto del cuerpo de profesores y los alumnos, entre ellos y nosotros, se estableció una relación sutil y perdurable? ¿Podrá decirse de ella, lo que Borges sostenía de otras relaciones, es decir, que “…somos el porvenir de esos varones,/ la justificación de aquellos muertos…”?

    No quiero eludir esta noche referirme a un hecho ocurrido en 1955, el año en que esta promoción cursaba el 4º año.  Estábamos en la mitad de la carrera.  En septiembre de ese año se produjo la revolución llamada libertadora.  El Colegio estalló de alegría, y cuando digo el Colegio, digo todos los sectores de esa comunidad formada por las autoridades, los profesores, las prefecturas, los porteros y nosotros, todos los alumnos.  No recuerdo bien qué día (tal vez cuando restablecido el orden público se reanudaron las clases y asumió el nuevo ejecutivo) espontáneamente, durante la mañana, en el patio de sexto, se reunieron muchos miembros de la comunidad.  Apareció Otonello y él, siempre matemático, siempre formal, siempre bonachonamente serio, vicerrector en ejercicio, se sintió impulsado a hablar.

    Dije antes que el Colegio había tenido un sesgo antiperonista.  De hecho, sus autoridades se las habían ingeniado para evitar la penetración de la prédica oficial que por aquellos lejanos tiempos estaba llena de símbolos, lemas, consignas, escudos partidarios, planes quinquenales y una gran devoción a la irreprochable persona del Jefe de Estado, adornado de poderes y virtudes propios de un demiurgo.  La marcha oficial (que nunca escuché entre estas paredes) le atribuía al entonces Presidente de la Nación la condición de primer trabajador.  Como digo, las autoridades se las habían ingeniado para preservar al Colegio de la propaganda oficial, y del manejo en concreto y de hecho, de esta casa de estudios.  Hecho notable para un establecimiento público dependiente de otro, la universidad, también público, sometido, en las concepciones de la época, a las disposiciones discrecionales de una pirámide de mandos.  Este sustraerse a la voluntad o los caprichos del Príncipe (pero sobre todo de sus segundos colaboradores, asesores, etc.) se había generado inteligentemente, sin mucho ruido, lo que permitió que la comunidad de la que he hablado, conservara sus comunes rasgos y que hasta hizo que algún profesor, manifiestamente adverso al gobierno y a sus ideas, pudiera ejercer la docencia y ganarse honradamente la vida.

    Las opiniones políticas de los alumnos eran de las más variadas.  Recuerdo que alguno de nosotros era miembro de las juventudes comunistas, el Partido Radical aglutinaba a la mayoría de los estudiantes que querían tener un papel más activo en este plano, había algún conservador; era difícil encontrar un peronista.  El núcleo de la actividad política de los estudiantes se tenía en el Centro de Estudiantes, en esos años una organización clandestina que presidí casualmente en aquel 1955.  Mi amigo Alberto Ferrari Etcheverri,  ferviente admirador de Lisandro de la Torre, me entregó la presidencia del centro en un método sobre cuya democracia siempre tuve dudas.

    Era un poco ingenua nuestra pasión por restaurar las libertades públicas agredidas por los últimos años del gobierno que presidía el general Perón.  Y más simple era nuestro ideario.  Como antes dije, se resumía en dos palabras: libertad y gloria.  Recuerdo que con Ferrari imprimíamos una revista clandestina, con los métodos más engorrosos y elementales, en donde denunciábamos que las libertades habían sido inculcadas por el régimen.  Inculcadas no, me corrigió Ferrari, conculcadas, exactamente lo contrario.  Todo esto explica el fervor y el júbilo de septiembre de 1955.

    Los sueños de los estudiantes, mientras no sean alucinaciones, tienen la gracia y el valor de los ideales.  Y nosotros, imaginábamos que la restauración de las libertades, un parlamento con grandes oradores, el restablecimiento de la Constitución de los próceres, era el ideario que apuraba nuestra militancia en las filas del estudiantado democrático.  Pero de ningún modo quiero rebajar a un cuento de Disneylandia el ideario de los que participábamos en las preocupaciones públicas de aquellas horas.  Porque las libertades y los derechos humanos (un concepto algunos años posterior), desechos en los últimos tiempos del gobierno abatido en 1955, eran banderas altas y nobles, basamento de la República a la que el Colegio se debía.

    Para bien o para mal, nada fue igual después de septiembre del 55 en el Colegio y en el país.  En éste, se inició la edad de la turbulencia que no termina de abandonarnos después de medio siglo.  En el Colegio, en los meses siguientes a septiembre, como antes dije, presenciamos, atónitos, como la universidad de la revolución desplazaba del Colegio, interviniéndolo, a las autoridades y profesores que habían preservado la endeble nave cuando la tormenta del oficialismo había buscado tener injerencia en la conducción o en la difusión de las ideas o de los cultos de la época.

    Y aquí ocurrió el último fenómeno que vivimos en el que el viejo Colegio expresó su vitalidad.  Profesores y alumnos, raíz de esta comunidad, su alma más profunda, se unieron para oponerse a la intervención, ocupando el edificio.  Es tan viejo todo esto que no tiene ya importancia, salvo para reconocer la unidad de aquella comunidad que pretendió dar, en inalterada unidad, una batalla, más simbólica que efectiva, por mostrar lo que le hubiera gustado seguir siendo.

    Y ahora ha llegado el momento de hablar de nosotros, de los alumnos, de esta promoción.  Fuimos alrededor de ciento ochenta (¿jóvenes?  ¿niños?). En convivencia casi diaria, todos los años, durante  seis años.  Ninguno de nosotros era igual a otro y, sin embargo, cada uno era igual a todos.  Quiero decir que cada miembro de esta comunidad, a nivel del alumnado, era distinto al resto, bajo algún respecto, y sin embargo, algo igualaba a todos.  Yo, el ejemplo que menos desconozco, era hijo de una inmigrante española, maestra de una escuela pública del barrio de Villa Devoto y de un oficial retirado de policía.  Me sentaba casi al lado de uno de los hijos del hombre (entonces) posiblemente más rico de la Argentina, cabeza visible de un grupo de empresas agrícolas e industriales.  Mantuvimos amistad desde las aulas hasta que se lo llevó una temprana y cruel enfermedad.  Otros tenían creencias religiosas distintas de las mías, sus padres ejercían profesiones diferentes a las de los míos, vivíamos en barrios diferentes de la ciudad, pensábamos distinto en la política.  Nada era igual en ninguno de nosotros.  Pero a todos nos abrazaba y contenía el Colegio, sin acepción de personas ni discriminación por razón alguna.  Ingresamos aprobando un examen, y no por pertenecer a un grupo social, credo religioso, partido u opinión política.  El Colegio tampoco era un club de moda.  Nunca entendí porque podía decirse, en los años 50, que éste era el Colegio de la oligarquía, cuando la composición social y humana del alumnado, de nosotros, era tan diversa, tan variada.  No era un colegio de ricos o de pobres, o de favorecidos por el poder.  Era un colegio abierto, que admitía a cualquiera en su seno, siempre que satisficiera los requerimientos de excelencia en el esfuerzo por aprender.

    Parecía que invitaba a entrar diciendo -¿Ud.  quiere matarse estudiando? Pase.  No tengo nada más que preguntar, no quiero saber quiénes son sus padres, ni qué piensa usted, o ellos, sobre Dios o sobre el Gobierno, ni de qué monto es la cuenta bancaria de sus parientes.  Vengan a mí los que quieran trabajar, estudiando.  Todos tienen la misma oportunidad.  Ni un poco menos ni un poco más.  No pido una contribución para mejorar el órgano.  Pido puntualidad, disciplina, trabajo, estudio, orden, firmeza, propósitos.

    A su vez, el Colegio igualaba.  Una mano invisible imprimía en cada alumno el sello de la pertenencia a esa comunidad, empeñada en aprender las ciencias y las letras, como se decía antes.  Y le ofrecía un ideario, la libertad y la gloria, porque había sido el ideario de Mayo a cuya sombra se fue haciendo el Colegio actual.  Alguien me dirá que esto último era tan simple que resultaba pueril.  Pero el hecho es que en la década de los 50 nuestra percepción del mundo y del Colegio, era así de simple.  En todo caso, podía ser inocente, pero no era boba.  Celebro esa inocencia frente a la astucia de los realismos que tantas divisiones, desencuentros y dolores han dejado al pueblo argentino.

    Entre nosotros, los alumnos, tan diversos y tan iguales, se desarrolló espontáneamente un vínculo luminoso que perdura hasta hoy.  Nació esa flor, poco conocida, y reconocida, que es la fraternidad.  He dicho fraternidad, no amistad.  Aquella, la fraternidad es como un algo más que la amistad; es la amistad entre hermanos.

     Éramos hijos del padre Colegio, por eso, éramos hermanos, y nos reconocíamos amigos, porque (según el canon clásico) nos deseábamos unos  a otros, todo el bien, disfrutábamos con la presencia de los otros, y estábamos dispuestos a compartir lo bueno y lo malo, que a cada uno le tocara en suerte.  ¡Cómo se nos podía aplicar aquella frase que Shakespeare le hace decir a su Enrique V, en enaltecida referencia a sus compañeros de armas , antes de la batalla de Agincourt.

We few,

We happy few,

We band of brothers…

(Nosotros los pocos,

Los felices pocos,

Nosotros, banda de hermanos…)

     Sí, éramos diversos e iguales, hermanos en el aula y en la vida.  Eramos pocos, porque éramos sólo un puñado de gente.  (Digresión a propósito de la palabra “pocos”.  Ayer y tal vez hoy se acusaba al Colegio de elitista.  Celebro el elitismo que premia el trabajo, porque la selección que el Colegio practicaba y los premios y castigos que discernía no se justificaban en otra cosa que no fuera el honesto trabajo cotidiano de estudiar.)

    Nunca entendí bien cómo se alcanzaba la fraternidad como elemento concreto del famoso ideario político francés. Cómo se hacía fraternidad.  Al fin, caí en cuenta que el Colegio, calladamente, sin darse cuenta, suscitaba en concreto, esa amistad entre iguales, esa hermandad plus, ese motor de la paz social.  Porque, ¿qué guerra, qué violencia puede haber entre iguales que se aman? ¿Qué división en la sociedad? ¿Qué fractura nacional? Dar espacio a la fraternidad, a la amistad entre iguales, abriendo las puertas a quien fuera, con tal que estuviera dispuesto a poner el hombro al trabajo arduo y perseverante, fue y es la gran contribución de esta casa a la recreación incesante del tejido más profundo de la sociedad argentina y a la integración de todos bajo una misma bandera y una misma constitución.  El Credo escrito hoy en el patio de sexto año.  Con paz y en libertad.

     Estoy orgulloso de haber egresado del Colegio Buenos Aires.  Estoy orgulloso de ser parte de una comunidad unida en la fraternidad.  Estoy orgulloso de sentirme hermano de cada uno de Uds.

Muchas gracias.

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